La disciplina proporciona al niño elementos para autorregular su conducta y formar hábitos que le serán útiles durante toda su vida. Al respetar las reglas nos ponemos límites a nosotros mismos, lo que nos hace autónomos y libres.
Los límites se establecen en función de nuestros valores y principios, de las circunstancias que vivimos, de la edad y características de cada uno de nuestros hijos, del estilo de convivencia que queremos como familia.
Además de una comunicación abierta, amorosa e incluyente, para educar en disciplina es fundamental establecer normas claras que nos permitan enseñar a nuestros hijos lo que esperamos de ellos y ayudarlos a formar su criterio. Asimismo, estos límites garantizan la seguridad del niño y evitan que corran peligros que por su edad no es capaz de prever.
El niño percibe claramente cuando nuestro “no” significa “quizá”, “a lo mejor”, o “probablemente”. Entonces lo que conseguimos es iniciar una lucha de poder con él niño y enseñarle que se puede decir una cosa y hacer otra. En cambio, cuando “no” quiere decir efectivamente “no”, él tiene certeza de que los límites son firmes. Debemos partir de la convicción de que la disciplina no es un peso que cargamos sobre los hombros de nuestros hijos, sino una herramienta de vida indispensable para que ellos asuman su autonomía y para impulsarlos a que tengan éxito en las actividades que emprendan. Procuremos que nuestro “no” sea firme, sereno y sin agresión.
Lo mejor, pues, es hacer respetar, con firmeza, los límites establecidos, utilizando métodos que no lesionen la integridad e identidad de nuestros hijos. No buscar reprimir y castigar sino enfrentar al niño con las consecuencias de sus actos.
Entonces hay que asegurarnos que las normas sean claras y han sido comprendidas. En la práctica es muy importante que las consecuencias se apliquen consistentemente en toda circunstancia, pues no son castigos que dependen del humor de los papás, sino de límites firmes.