El miedo es algo normal que tanto el niño como el adulto suponen una reacción emocional ante situaciones “peligrosas”. Tiene un valor de supervivencia. Además este mecanismo nos permite actuar de modo reactivo ante una situación en la que no tenemos vivencias previas. Por ejemplo, el miedo a la oscuridad.
Se ha investigado que el miedo a la oscuridad es una reacción innata, aunque hay una alta frecuencia en la que es un aprendizaje educativo de quienes nos rodean, así es muy frecuente encontrar que el miedo del niño haya sido aprendido del padre o de la madre, quienes tuvieron miedo a la oscuridad. Hay un momento en el que el miedo pasa a ser una enfermedad y esto porque traspasa el límite y nos incapacita… dejamos de hacer aquello que queremos y todo ello nos hace sufrir.
En nuestros hijos podemos ver claramente distintos miedos: desde el bebé que llora porque no quiere quedarse solo; el miedo a las “brujas o monstruos”, y otros más evidentes como el miedo a un perro que podría morderlos o una simple mosca.
- No demostrar y manifestar miedo delante de los niños. Unos padres miedosos pueden interferir en la desaparición del miedo de los hijos, impidiendo que estos exploren su entorno. La falta de experiencia influirá de forma decisiva en la consolidación de los miedos y se transformará en las temibles fobias.
- Seleccionar lecturas infantiles adecuadas, contar cuentos agradables, que no contengan terror ni violencia.
- Fomentar la autonomía y la independencia.
- Realizar cambios graduales en el entorno para acostumbrarlos a situaciones nuevas.
- Reforzar los comportamientos valerosos.
- Evitar la sobreprotección porque fomenta dependencia
- Enseñar habilidades en relajación y autocontrol, sobre todo saber escuchar y dedicarle tiempo suficiente a sus hijos.